«LA ROSA ROJA”, UN CUENTO QUE NOS ENVÍA ALBERTO HEVIA, MIEMBRO DE LA AACC

 

La Rosa Roja

 

Una lluviosa noche de abril de 20…, al regresar a casa empapado después de un chaparrón que me sorprendió a la salida del metro, encontré una carta de N. en la cual me garabateaba unas letras e incluía una invitación formal para asistir a su boda. La noticia me alegró y sorprendió por igual, pues llevaba casi un año sin verle, desde la anterior primavera, en las últimas fiestas de San Isidro que pasó él en Madrid. Sabía ya que la precaria situación laboral le había obligado a buscar trabajo de camarero en Suiza, pero ignoraba que se hubiese enamorado y se fuera a casar en breve. El matrimonio se celebraría en Asturias, cerca del bello pueblecito marinero de donde era natural su futura esposa, según me explicaba N. en la misiva.

N. y yo habíamos estudiado juntos en la Universidad Complutense y siempre habíamos mantenido una sincera amistad, cimentada en la costumbre de visitar el mismo bar a la hora del aperitivo. Aunque solo nos veíamos unos minutos al día, el tiempo de tomar unas cañas y unos boquerones, la frecuencia del trato y el hecho de ser compañeros en la Facultad de Derecho había consolidado nuestra relación. Era en verdad un tipo admirable, simpático y respetuoso con todo el mundo, y yo le tenía más cariño que a un hermano.

La invitación para la boda requería una confirmación de la asistencia y me apresuré a escribirle, expresándole mi enhorabuena y mis deseos de prosperidad para ese matrimonio. No me importaron ni reparé en los gastos que me fuera a ocasionar, pues en aquel tiempo yo trabajaba a media jornada en un bufete de la calle de Velázquez y tenía un empleo modesto, pero bien remunerado. Además, con encendido entusiasmo N. me rogaba que acudiese al evento pues se trataba de un momento crucial para él, probablemente la decisión más importante que una persona pueda tomar en la vida.

El enlace se celebraría por la iglesia a mediados de julio, así que reservé con suficiente antelación un billete en el Alvia a Gijón, desde donde cogería un autobús hasta el lugar de la boda. Transcurrieron tres meses y el viernes 19 de julio, víspera del convite, me dirigí en taxi a la estación de Atocha con una sencilla maleta de viaje en la mano. El día amaneció claro y soleado, y crucé los dedos para que en Asturias el tiempo fuera igual de bueno.

En la terminal de trenes, me abrí paso entre un enjambre de turistas y ocupé mi plaza en un elegante vagón de amplios y cómodos asientos, sin comparación con los del metro al que yo estaba acostumbrado. Tranquilo y satisfecho, enchufé mi portátil bajo el sillón reclinable y me dispuse a repasar un informe que debía presentar en la oficina la siguiente semana.

Había acabado de arrancar el ordenador y de ponerlo a andar cuando una atractiva joven entró en el tren y se sentó al lado mío. Iba vestida completamente de rojo, con zapatos de tacón del mismo color, a juego con su vestido, y cubría sus hombros con una especie de fular de tonos marfileños.

Con un suspiro de alivio, la mujer se quitó los zapatos y me pidió disculpas.

–Lo siento –dijo ella, alzando las cejas–. Es la primera vez que me los pongo y me están matando.

La visión de su pálido pie me dejó sin habla durante dos largos segundos.

–Para vivir, hay que sufrir –logré articular al fin.

La chica rio con la boca abierta y dejó al descubierto unos dientes perfectamente ordenados y de un blanco purísimo. Su belleza y naturalidad me dieron ánimos para iniciar una conversación y charlamos sobre el tiempo que se esperaba ese fin de semana. Melisa, que así se presentó ella, resultó ser una chica simpática y agradable. Me invitó a chocolatinas y me contó que se dirigía a Villaviciosa a la boda de su prima con un compañero del trabajo.

–Mañana, a las seis de la tarde en la iglesia de Santa María de Tona.

– ¿En Colunga? ¡Es la misma boda a la que yo voy! –exclamé, sin disimular mi asombro.

Ambos reímos de esta feliz casualidad y, ya más relajados y confiados, dejamos hablar al corazón. Yo le relaté varias anécdotas divertidas que viví con N. durante nuestra época de estudiantes, y Melisa me contó un poco por encima algunos aspectos de su familia y de su trabajo como secretaria en una compañía telefónica. Luego conversamos de todo lo divino y de lo humano, y el tiempo fluyó a su ritmo, sin prisas, mientras el paisaje castellano pasaba veloz por la ventana.

Al llegar a nuestra primera parada en Valladolid, Melisa giró su cuerpo hacia mí y, casi en un susurro, como si se tratase de un pecado inexcusable, me confesó su afición, casi devoción, por las rosas rojas.

–La persona que quisiera ganar mi afecto –me dijo, guiñándome un ojo–, solo tendría que regalarme una rosa roja.

Sentí que el corazón me retumbaba en el pecho y al punto pensé regalarla no una, sino un jardín entero de rosas rojas. Sin lugar a dudas, la chica me gustaba. Mejor dicho, me habían cautivado sus delicadas maneras y su hablar inteligente.

Al echar la vista a un lado del andén, me fijé en un extranjero de piel aceitunada, tocado con un enorme gorro de lana y calzado con unas cutres sandalias, que ofrecía brillantes flores a los viajeros de la estación.

Dominado por un impulso irrefrenable, me puse en pie de inmediato como elevado por un resorte.

–Vengo en un minuto –dije a Melisa.

Salí del vagón en busca del vendedor de flores, al que localicé fácilmente gracias a su llamativo sombrero, y por veinte euros le compré en seguida todas las rosas rojas del ramo, que sumaban al menos una docena. Con una ancha sonrisa, me dirigí de nuevo al vagón y, para mi espanto, encontré cerradas las puertas. Desesperado, palmeé los cristales y traté de llamar la atención de los viajeros. Fue como la señal para que el Alvia se pusiera en movimiento y abandonara la estación.

Di voces y gritos inútiles. Luego, el miedo y la vergüenza tiñeron y congestionaron mi rostro mientras veía cómo se alejaba el tren, llevándose a Melisa, al ordenador y a mi maleta con todos los documentos y tarjetas dentro.

Con la respiración agitada, rebusqué en mis bolsillos. Disponía de un billete de cinco euros y varias monedas sueltas. Noté entonces un molesto toqueteo en mi espalda y me volví nerviosamente. El vendedor extranjero, bajo su estrambótico gorro y con unos ojos profundos del color de la hormiga, esgrimía ante mí su delicado ramillete de colores.

En un parpadeo, la sangre me hirvió en las venas. Perdí la razón y empujé de golpe al pobre hombre, con tan mala fortuna que trastabilló y se fue al suelo, dejando caer todas sus flores. Fue un lamentable error emocional del que pronto me arrepentí.

Ciego de santa cólera, el vendedor se levantó de un salto y se abalanzó contra mí, dispuesto a lavar la ofensa. Con certeros puñetazos, me atizó en la cara y en el estómago con una fuerza desproporcionada para un tipo de su tamaño. Su directo era peor que recibir la coz de una mula.

Dos policías acudieron de inmediato y lograron apresar al hombre. Lo esposaron para llevárselo a comisaría y, como yo no disponía de ningún documento que acreditase mi identidad, me obligaron a acompañarles también.

Me quitaron la corbata, el cinturón y los cordones de mis zapatos y me los cambiaron por un paquete de galletas y un pequeño batido de chocolate en un envase de cartón. Tras permitir que me reconociera un doctor y administrarme una aspirina, me encerraron en un húmedo calabozo con una bombilla que colgaba tristemente del techo. Tenía la camisa manchada y rota, un dolor persistente en las costillas y los ojos tan hinchados que apenas podía ver nada. Varias veces lloré en seco, sin lágrimas, lamentando mi suerte.

Pasé unas horas terribles, acosado por los fantasmas de la soledad. Cuando más desahuciado me sentía, empezó a crecer algo dentro de mí. Una poderosa energía fue naciendo en mi interior, en lo más hondo del alma, y de mi garganta emergió un grito incontenible, insensato, casi demencial. Bufé, bramé y berreé toda mi rabia y mi frustración, y del todo abandonado clamé al cielo sin obtener respuesta.

En esto, no sé cómo logré abrir los ojos y me vi de nuevo frente a mi ordenador en el vagón del Alvia, con la corbata puesta y mi camisa azul celeste planchada y limpia. Varios pasajeros dormitaban, arrullados por el suave runrún del tren, y a la derecha, al otro lado del pasillo, un señor mayor de pelo blanco me miraba de reojo con gesto resignado.

El asiento de mi izquierda estaba vacío. No había ni rastro de Melisa. “¡Todo ha sido un sueño!”, me dije con júbilo o quizá con algo de nostalgia. Al poco rato, oí un débil quejido a mis pies e hice un curioso descubrimiento que me asustó. En el lugar donde había estado Melisa, algo pisoteada pero aún fresca, había una hermosa rosa roja tirada en el suelo.

Alberto Hevia ® – albertohevia.wordpress.com

 

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