Extracto del libro “La Biblia en España”, de George BORROW

Extracto del libro “La Biblia en España”, de George BORROW.

 

NOTA introductoria:

Entre 1836 y 1840 (los años de la primera guerra carlista, la desamortización y la primera regencia), GEORGE BORROW viajó por cuenta de la Sociedad Bíblica británica con el objeto de difundir el Nuevo Testamento en una edición sin notas ni aparato crítico. La vocación apostólica de «Don Jorgito el inglés» -por ese nombre era conocido en Madrid- le permitió recorrer media España y ser protagonista o testigo de múltiples incidentes: encuentros con bandidos arrestos y detenciones, conspiraciones de gitanos (ocupados de los misteriosos «asuntos de Egipto») y amenazas de muerte. 

 A su regreso a Inglaterra vierte sus recuerdos en “LA BIBLIA EN ESPAÑA” que tuvo un espectacular éxito de venta y que fue traducida posteriormente al alemán, francés y ruso. MANUEL AZAÑA, traductor y prologuista en 1921 de la edición española, señala el novelesco interés de muchas aventuras, que parecen arrancadas de un libro picaresco, el movimiento de ciertos cuadros, propios de un «episodio nacional» y la moderna sensibilidad de Borrow para el paisaje; pero, por encima de todo, lo que caracteriza al relato es ser «una obra de arte, una creación», con derecho a figurar entre los mejores libros de su género del siglo XIX.

 

EXTRACTO DEL LIBRO: menciones a Villaviciosa, Colunga y Ribadesella.

Entrada la tarde llegamos a Villaviciosa, ciudad pequeña y sucia, a ocho leguas de Oviedo, al borde de una ensenada que comunica con el golfo de Vizcaya. Suele llamarse a Villaviciosa la capital de las avellanas, por la inmensa cantidad de ese fruto que se cosecha en su término; la mayor parte se exporta a Inglaterra. Al acercarnos al pueblo dábamos alcance a numerosos carros de avellanas que llevaban la misma dirección que nosotros. 

 Me dijeron que en la rada había anclados algunos barcos ingleses. Por extraño que parezca, y a pesar de hallarnos en la capital de las avellanas, nos fue muy difícil procurarnos un puñado de ellas para postre y más de la mitad de las que nos dieron estaban hueras. Los de la posada nos dijeron que como las avellanas eran para la exportación, no se les ocurría siquiera comerlas ni ofrecérselas a los huéspedes.

 Al día siguiente llegamos muy temprano a Colunga, lindo pueblecito, situado en una elevación del terreno, entre frondosos castañares. El pueblo es famoso, al menos en Asturias, por ser cuna de Argüelles, padre de la Constitución española (error).

 Al desmontar a la puerta de la posada, donde pensábamos reparar las fuerzas, una persona, asomada a una ventana del piso alto, lanzó una exclamación y desapareció. Estábamos todavía en la puerta, cuando el mismo individuo llegó corriendo y se arrojó al cuello de Antonio. Era un joven bien parecido, de unos veinticinco años, vestido con elegancia y tocado con una gorra de montero. 

 Antonio, después de mirarle un momento, exclamó: «Ah, monsieur, est ce bien vous?», y le dio un afectuoso apretón de manos. El desconocido le hizo señas de que le siguiera y en el acto se fueron los dos al aposento de encima. Preguntándome lo que podría significar aquello, me senté a almorzar. Pasó una hora y Antonio no volvía. Por entre las tablas que formaban el techo de la cocina, oía yo su voz y la de su amigo, y me parecía oír a veces sollozos entrecortados y gemidos. Hubo después un largo silencio. Ya empezaba a impacientarme e iba a llamar a Antonio cuando el hombre se presentó; pero no le acompañaba el desconocido.

 – “¿Qué ha estado usted haciendo por ahí?”, pregunté, “¿Quién es ese hombre?”

 – “Mon maître -dijo Antonio- c’est un monsieur de ma connaissance. Con su permiso, voy a tomar un bocado y por el camino le contaré a Ud. lo que se de él”.

 – “Monsieur -dijo Antonio cuando cabalgábamos fuera de Colunga– ¿está usted impaciente por saber la historia de ese caballero a quien ha visto usted abrazarme en la posada? Sepa usted, mon maître, que estas guerras entre carlistas y cristinos han causado muchas miserias y desventuras en este país; pero no creo que haya en toda España persona tan plenamente desdichada como ese pobre y joven caballero de la posada; todas sus desventuras provienen del espíritu de partido y de facción que en estos últimos tiempos prevalecía tanto”.

 Mon maître, como le he dicho a usted repetidas veces, he vivido en muchas casas y servido a muchos amos; sucedió que hará unos diez años entré a servir al padre de ese caballero, muy niño entonces.  La familia estaba en muy buena posición; el padre era general del ejército y bastante rico. Constituían la familia el padre, su señora y dos hijos; el más joven es el que usted ha visto; el otro le llevaba unos cuantos años. ¡ParDieu! En aquella casa lo pasé muy bien; todos los individuos de la familia me trataban con bondad. De muchas casas me han despedido; pero de aquélla, no; cosa notable. Las tres veces que me salí fue por mi libre voluntad. Me enfadaba con los otros criados, o con el perro o el gato.  La última vez me fui por culpa de una codorniz colgada en la ventana de madame y que me despertaba todas las mañanas con su canto”. 

 “Eh bien ,mon maitre, así corrieron las cosas durante los tres años que, con tales alternativas, estuve al servicio de la familia; al cabo de este tiempo, decidieron que el señorito más joven se fuese a viajar, y se pensó que yo le acompañase como criado. Tenía yo muy buenas ganas de irme con él; más, par malheur, me encontraba por aquellos días muy disgustado con madame, su madre, por causa de la codorniz, e insistí en que antes de acompañar al señorito mataran al pájaro y lo echaran al puchero.  Madame se negó a esto de modo terminante; y hasta el pobre señorito, que siempre se había puesto de mi parte en tales ocasiones, dijo que eso era una extravagancia; me fui de la casa muy amoscado, y no volví más”.

 »Eh bien, mon maître, el señorito se fue a viajar y estuvo fuera varios años; desde su partida hasta que le he encontrado en Colunga, no había vuelto a verle ni oído hablar de él; pero sí tenía noticias de su familia: de monsieur, su padre; de madame, su madre, y de su hermano, oficial de caballería. Poco antes de la guerra civil, o sea antes de morir Fernando VII, monsieur, el padre de este joven, fue nombrado capitán general de La Coruña. Aunque muy buen amo, monsieur, era bastante orgulloso, amigo de la disciplina, de la obediencia y de todas esas cosas.  Además, no era amigo del populacho, de la canaille, y profesaba singular aversión a los nacionales (liberales).  Por esto, al morir Fernando, se susurraba en La Coruña que el general no era liberal, y que era más amigo de Carlos que de Cristina”. 

 “Eh bien: aconteció que un día se celebraba en la bahía una gran fête en la que tomaban parte los soldados y los nacionales; yo no sé cómo sucedió; el caso es que hubo una émeute, y los nacionales echaron mano a monsieur, el general, le ataron una cuerda al cuello, le zambulleron en el agua desde la falúa en que iba, y lo llevaron a remolque hasta que se ahogó. Entonces fueron a su casa, la saquearon, y maltrataron de tal modo a madame, que por entonces estaba enceinte, que a las pocas horas expiró. Le digo a usted, mon maître, aunque le cueste trabajo creerlo, que al saber la desgracia de madame y del general, lloré por ellos, y sentí haberme despedido de la casa airadamente, por causa de la maldita codorniz”.

 Eh bien, mon maître, nous poursuivrons notre histoire. El hijo mayor, oficial de caballería, como le he dicho, y hombre enérgico, en cuanto supo la muerte de sus padres juró vengarse. ¡Pobre infeliz! No se le ocurrió más que desertar con dos o tres camaradas descontentos y, metiéndose en Galicia, levantaron una pequeña facción y proclamaron a don Carlos. Por un poco de tiempo hicieron mucho daño a los liberales, quemando y arrasando sus propiedades, y dieron muerte a varios nacionales que cayeron en sus manos. Pero esto duró poco; su facción fue dispersada y el jefe preso y ahorcado, y su cabeza clavada en un palo”.

 Nous sommes déjà presque au bout. Cuando llegamos la posada, el joven me llevó a su cuarto, como usted vio, y durante un buen rato las lágrimas y los sollozos no le dejaron hablar. Su historia se cuenta en dos palabras: volvió de su viaje, y la primera noticia que le aguardaba a su regreso era que habían ahogado a su padre, asesinado a su madre y ahorcado a su hermano y que, además, todos los bienes de la familia estaban confiscados; y no era eso todo, dondequiera que iba le miraban como faccioso y los nacionales le apaleaban. Acudió a sus parientes y algunos, del bando carlista, le aconsejaron que se alistara en el ejército de don Carlos, y el mismo Pretendiente, que fue amigo de su padre, le ofreció un empleo en su ejército”. 

 “Pero, mon maître, como le dije a usted antes, se trata de un joven pacifico, manso como un cordero, que aborrece el derramamiento de sangre. Además, no era de ideas carlistas, porque durante sus estudios había leído libros escritos en tiempos antiguos por algunos compatriotas míos, donde no se habla más que de repúblicas, de libertades y de derechos del hombre, de suerte que se inclinaba más al sistema liberal que al de don Carlos; declinó, por tanto, la oferta de don Carlos y todos sus parientes le abandonaron, mientras los liberales le acosaban de pueblo en pueblo como a bestia salvaje”. 

 “Al fin, vendió unas tierrecillas que le quedaban, y con el producto se retiró a Colunga, donde nadie le conoce; aquí lleva desde hace varios meses una vida muy triste; la lectura de dos o tres libros y correr de vez en cuando una liebre con su perro son todas sus distracciones. Me pidió consejo, pero no pude darle ninguno y no hice más que llorar con él. Al cabo, dijo”:

 «Querido Antonio, para mí no hay remedio, ya lo veo. Dices que tu amo está abajo; ruégale de mi parte que se espere hasta mañana; mandaremos llamar a las muchachas del pueblo, buscaremos un violín y una gaita, y bailaremos para olvidar nuestros cuitados un momento”.

 “Entonces me dijo unas palabras en griego viejo; apenas las entendí, pero creo que significan algo así como:»Bebamos y comamos y alegrémonos, que mañana moriremos”. Eh bien, mon maître: le dije que usted es un señor muy serio, que no se divierte nunca y que estaba de prisa. Lloró otra vez, y, abrazándome, nos dijimos adiós”.

 Dormimos en Ribadesella, y al mediar el siguiente día llegamos a Llanes. El camino corría entre la costa y una inmensa cadena de montañas que alzaba su barrera formidable a una legua del mar. El terreno por donde íbamos era regularmente llano y parecía bien cultivado…

 

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