«MI ESCOLARIDAD (1935-1946)»

Por Enrique Granda Olivar

 

En primer lugar quiero agradecer al ayuntamiento de Castropol este concurso de relatos, pensado para participantes mayores de 60 años. Yo contaré cómo fue mi escolaridad y más cosas.

Mi primer curso escolar fue a los cinco años en una escuela rural de un pueblo costero. A la escuela llegaba en 1936 un maestro llamado Donías, a quien teníamos que llamar Don Dionías. Cuando nos daba clase de política, cosa de la que nosotros no entendíamos nada, nos sacaba del aula y nos colocaba a todos en el corredor de un hórreo y él, desde abajo, explicaba en voz muy alta la lección para que la vecindad se enterara bien. Esa charla duraba más o menos un cuarto de hora; tocaba una campanilla al empezar y al terminar, solo para decirnos que no había Dios, ni tampoco cielo ni santos, que eso era cosa de curas, que lo comentáramos en casa con los padres. Lo cierto es que todos lo fuimos diciendo.

Las madres se pusieron de acuerdo para hacer una reunión y como nadie quería hacerla en su casa por miedo a represalias, se citaron en un tendejón; después de una deliberación acordaron poner al profesor el seudónimo de “Hai-lu (hay Dios). Como este señor residía en otro pueblo cercano, todos los vecinos o casi todos abrían la ventana cuando lo veían subir o bajar en bicicleta y le decían repetidamente: “hai-lu, hai-lu”. Debió de parecerle muy mal porque no volvió.

Al curso siguiente vino otro maestro, buena persona, llamado don Antonio. Era muy voluminoso y le pusieron de mote “Tolinón”. La “tolina” es el delfín blanco que los pescadores ven con frecuencia en primavera alimentándose de los bancos de pesca de sardinas o bocartes.

Después se cerró la escuela dos años.

En el tiempo que se suspendieron las escuelas, como yo era el hermano más pequeño y no podía hacer otros trabajos como mis hermanos mayores, me mandaban todos los días con cuatro vacas a cuidarlas a un monte comunal próximo. Entonces no teníamos cuentos (bueno ya había cuentos de Calleja pero no teníamos con qué comprarlos), tebeos, móviles u otros juguetes; con una fesoria (azada) pequeña que hizo mi padre, jugaba en el monte cuando llovía y corrían pequeños arroyos. Con tapinos hacía presas sucesivas y en la más alta tiraba pequeños trozos de palo a modo de lanchas; iba abriendo las presas y estos improvisados barcos las recorrían todas. También buscaba nidos de pájaros en la primavera. Así pasé más de un año.

Un día vi venir de lejos cuatro personas con un caballo. Cuando se acercaron vi que el caballo iba muy enjaezado con silla, alforjas, etc. Los cuatro hombres, con cananas y escopetas muy lustrosas, iban de caza. Yo al verlos tan majestuosos, caminé tras ellos manteniéndome un tanto alejado. A mí aquello me parecía una fiesta. Después de un tiempo ellos se percataron de mi presencia, se pararon y me hicieron señales con el brazo para que me acercara hasta ellos. Al llegar me dicen: “chico, ¿tú no estabas más abajo cuidando vacas?”, a lo que yo contesté: “sí, son les de papá”. “¿Y dónde están?” me preguntan; “estarán allí” contesté yo. Hablaban entre sí y se decían ”hay que llevarlo donde lo vimos”. Uno de ellos se montó en el caballo y otro me aupó en la parte de atrás. Cuando llegamos al sitio, ¡las vacas ya no estaban! Entonces el señor me pregunta: ¿por dónde volvéis a casa? Y yo le contesto: “por junto una casería que se llama El Candongu”. Para allá fuimos y un poco antes de llegar ya las vimos en un sembrado; yo le dije al señor: “eses son”, y ambos seguimos en el caballo hasta la casa para dar excusas y pagar daños.

La dueña no se incomodó nada y nos ayudó a sacar las vacas de su finca. No quería cobrar daños porque estaba muy agradecida a mi padre ya que ella aún tenía en la guerra a su marido y a un hijo y mi padre iba de vez en cuando a cabruñarle la guadaña para que ella y su hija pudieran segar la hierba para sus vacas. Este señor le dijo: “el daño que hayan hecho no lo va a pagar su padre, lo voy a pagar yo, pues fuimos mis compañeros y yo quienes le dijimos que si quería aprender a cazar viniera con nosotros”. La señora volvía a insistir en que no iba a cobrar, pero el señor mete la mano en el bolsillo y le da el dinero. El señor, no conforme con haber pagado, vuelve a montar en su caballo y me pregunta: “¿dónde está tu casa?”. Y yo le digo: “por el camino arriba” (hay como 1 km). Entonces me llevó a mi casa y vimos que ¡las vacas habían vuelto solas! y que ya estaban en la cuadra; y mi padre, preparado para ir a buscarme montado en un burro blanco que teníamos. Eran las doce del mediodía, cuando de ordinario las vacas llegaban sobre las cinco de la tarde. Para avisarme que era la hora de volver, subían a un cerro alto próximo a la casa y hacían sonar fuertemente un cuerno, que aún se conserva, a modo de trompeta. El señor le explicó todo a mi padre y se autoinculpaba de lo acaecido.

Cuando tenía nueve años, en 1940, se abrió nuevamente un colegio en la capital del Concejo. Sus profesores eran Hermanos de la Salle, tenía 4 aulas, tres para primaria y una cuarta a la que llamaban Clase de Comercio, donde los más aventajados, aquellos que hubieran terminado con buenas notas, tenían la posibilidad de estudiar contabilidad por partida doble con libros “Diarios Mayor y Balances”, así como Álgebra, un Idioma, Taquigrafía y Cultura y Urbanidad.

Yo después de haber pasado por las primarias tenía la posibilidad de acceder a ese aula. Y si en primaria había muchos alumnos en cada aula, en esa cuarta de Comercio éramos unos 20, los más destacados como señalé antes. De esa clase, aprovechando bien los dos cursos, salieron muchos contables. Este colegio era una Fundación y los exámenes los hacía una Comisión Técnica elegida por la familia fundadora. Con todo, ese Colegio se cerró en 1946 dado que el capital fundacional, abierto inicialmente en 1907, se había quedado pequeño.

Yo acudía diariamente a clase desde mi domicilio familiar en un pueblo situado a 7 km de la escuela. En los inviernos salía de mi casa aún sin amanecer y regresaba ya oscurecido, por caminos rurales llenos de barro y charcos, en “madreñes”, porque no había dinero para comprar botas, sin prendas de abrigo que tampoco había, no tenía guantes y llevaba los libros en una mano, no tenía ni cabás ni cartera y en la otra mano, una espuerta de mimbre con la comida: una botella de leche y una torta de harina de maíz para todo el día. A mitad de camino pasaba un río y en los inviernos había grandes heladas en sus cercanías. Ya de mayor, le comentaba yo a mi madre el porqué no llevábamos al menos unas manoplas, para lo cual habrían servido unos calcetines viejos; ella me mira con tristeza y me dice que los calcetines valen para siempre, de los tobillos para arriba no se gastan y de los tobillos para abajo se remiendan. Tampoco sufríamos por estas estrecheces ya que conocíamos otras cosas mejores.

Poco tiempo después de empezar el colegio, aquel señor que me trajo a casa en caballo cuando yo estaba en el monte “llendando vaques”, que se escaparon por ir yo tras ellos cuando iban a cazar, nos pidió a la familia llevarles leche todos los días. Vivían en el centro urbano de la parroquia a 1 km de nuestra casa por lo que si antes caminaba 7 km para ir al colegio ahora era uno más. Primero iba por caminos de atajo pero ahora tenía que dar un rodeo para hacer el octavo; o sea que entre ir y volver eran 16 km diarios, ya que por la mañana tenía que dejar la lechera y recogerla por la tarde, y así durante 6 cursos. Cuando yo tenía 14 años e iba a la clase de Comercio, ese mismo señor salía por las tardes a darme la lechera y ver los deberes que traía del colegio pues quería comprobar mi progreso escolar.

Cuando se cerró el colegio este señor llamó a mi padre a nuestra casa para preguntarle qué iba a hacer yo ahora que se cerraba el colegio. Y mi padre le contestó: “pues trabajar en el campo como sus hermanos”. El señor le insinúa que verían bien que ingresara a trabajar en su fábrica, ya que el contable que tenían se iba a jubilar y me vendría muy bien a mi estar allí antes de su jubilación para ir haciéndome con el manejo administrativo de la fábrica, que era de la rama del metal. Contaba con 22 trabajadores y en ella terminaría trabajando 40 años. Tengo tanto que contar que podría seguir escribiendo durante todo un año.

 

 

 

 

 

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