LOS   BALLENEROS   DE   LLASTRES. Faustino Martínez García

LOS   BALLENEROS   DE   LLASTRES

Por   Faustino  Martínez  García.

Catedrático en Filosofía y Letras.

 

Cualquier visitante de Llastres que quisiera dejarse sorprender por rincones inimaginables, altos y quebrados vericuetos, atalayas, escalinatas y típicas casas de pescadores, todavía podría detectar hoy el eco de los antiguos balleneros del pueblo. Bastaría con que abandonase la carretera general y se dejase llevar por la Calle Real y el entramado de callejas laterales. Disfrutaría así del tipismo del Barrio de los Balleneros, la Nansa, la Fontana, el Penayu, el Piqueru, la Plaza, el Ranchu de Arriba y el Ranchu de Abaxu, las Ermitas de los Mareantes, etc. Todavía se encuentran hoy, en las obras de remodelación de sus antiguas casas, elementos óseos de las ballenas que pescaron durante los siglos pasados. Incluso en sus viejas bodegas se pueden encontrar arrinconadas antiguas vertebras de los cetáceos que eran arponeados por los pescadores de «Llastres».

Y digo «Llastres» (y no Lastres) porque este hermoso y singular pueblo marinero fue conocido y denominado por sus habitantes desde sus orígenes con el nombre de «Llastres». Así aparece repetidas veces en los mapas y en las crónicas más antiguas donde se le cita.  Sólo a partir de la década de los años sesenta del siglo que termina comenzó a dejar de usarse el nombre con que siempre fué mencionado y llamado por sus habitantes. Cuando se cita a nuestra villa pescadora en relación con la pesca de las ballenas, los documentos más antiguos suelen utilizar el término de «Llastres». Por esta razón quiero usar expresamente en este trabajo el término de «Llastres» para referirme al pueblo donde nací y del que no encuentro motivos para alterar o castellanizar el nombre que siempre tuvo.

Cuando algún visitante de Llastres quiera compartir y disfrutar de toda una profunda sabiduría y cultura marinera sólo tiene que entrar en agradable conversación con cualquier pescador «llastrin«. La vida de cada uno de estos marineros es una biografía única y apasionante digna de los mejores narradores. Sus vidas están empapadas de una filosofía muy peculiar de la existencia, curtidas por el salitre, por los golpes de mar, marcadas y laceradas por muchas frustraciones, por miles de singladuras y batallas ganadas heroicamente a la mar día a día, generación tras generación, sacando adelante a sus familias y construyendo de forma humilde y admirable su país.

Todavía hoy se pueden escuchar de estos pescadores de Llastres relatos sobre sus encuentros con ballenas y otros cetáceos en latitudes muy distintas de las que hace siglos pescaban rozando la costa. Pero ya hace tiempo que no se dedican a ellas.  Ahora cuando detectan su presencia y se cruzan con ellas a pocas millas de la costa de Llastres las ven resoplar y dar «charpazos» al lado de sus lanchas con admiración y respeto.

Desde finales del siglo XVIII los bravos pescadores «llastrinos» ya no se dedican a la pesca de las ballenas. El esfuerzo que supuso para ellos su captura dejó de ser rentable desde entonces. Tan sólo quedan hoy en Llastres de aquella época gloriosa los muros ruinosos de la antigua «Casa de las Ballenas», alguna que otra gran vértebra y costillas de los esqueletos de ballena que todavía se puede encontrar en los bajos de las bodegas del barrio de los balleneros. He visto hace años sentarse sobre alguna de estas grandes vértebras de ballena, a modo de asiento, a bastantes pescadores mientras «adobaban» sus aparejos en los húmedos días de invierno en que no iban a la mar a causa de los temporales.

Los llastrinos, al igual que otros pescadores del Cantábrico, practicaron esta pesca de la ballena desde el siglo XV, y de forma sistemática desde el siglo XVI dentro de las fechas de emigración de esta clase de cetáceos que pasaban muy cerca de su costa.

Durante los meses de octubre, noviembre y diciembre de cada año se aproximaban a la costa de Llastres grupos de ballenas procedentes del oeste atlántico. Por los relatos que se conocen, las ballenas que aparecían «resoplando» por las proximidades de la Punta del «Olivu», junto a Tazones, y el Cau de Llastres pertenecían al grupo de las que hoy los biólogos marinos denominan «Ballena de Vizcaya». Eran grupos de ballenas negras de distinta magnitud y peso que podían alcanzar excepcionalmente una longitud de 25 metros y un peso de cerca de 80 toneladas.

 

 

«Les fogueres y fumarades» avisando de la llegada de «les ballenes».

El Gremio de los Mareantes de Llastres (Antigua Cofradía) desde el siglo XV, al igual que otras del «Principau de Asturies», tenían acuerdos reflejados en sus ordenanzas para que cuando se presentasen y fuesen avistadas las ballenas se hiciesen «fogueras» y «fumaredas» por «mozos de longa vista» que anunciasen su presencia a los pescadores del pueblo. Tenían acordado y designado que para el inicio de cada otoño los llastrinos tuviesen apostados vigías a lo largo de su costa acechando y avizorando la llegada de los cetáceos y dispuestos a emitir las señales convenidas. Hay que tener en cuenta que desde la Edad Media hasta el siglo XIX este servicio rudimentario de señales estaba establecido en toda la costa no sólo para el aviso de la llegada de las ballenas sino también para alertar la presencia de barcos sospechosos o naves enemigas.

La esperada presencia de las ballenas era divisada al principio desde la «Punta’l Cau» y la «Punta les Llastres«. Posteriormente durante el siglo XVI y XVII eran divisadas desde la «Punta´l Olivu», en Tazones. En todo caso cuando los avistadores detectaban desde sus atalayas los «charpazos» y el resoplido de los surtidores de vapor de agua avisaban a los pescadores mediante estas «fogueras» y humaredas como señales previamente concertadas que eran captadas desde el Monte de San Roque, en Llastres. Así, este sistema «telegráfico» óptico tan primitivo era capaz de poner sobre aviso en pocos minutos a toda la flota ballenera del pueblo.

 

 

¡… La  ballena…. la  ballena… !

Según recogen las ordenanzas de la Cofradía de los Mareantes, los «atalayeros«, centinelas o vigías, eran escogidos y designados para otear la mar entre los llastrinos con mayor agudeza visual. Los responsables de esta misión fundamental siempre tenían que tener preparada la madera para encender la «foguera» a la que añadían leña de rama verde para producir «fumu» (fumadas). Una vez vista la señal de «fumareda» desde el monte de San Roque, se tocaba la campana de la ermita como aviso de alerta, haciendo sonar al mismo tiempo un «vígaru» a modo de cuerno sonoro dándose simultáneamente voces de alarma «avocinando» hacia el pueblo alertando de la presencia de los cetáceos al grito de: ¡…la  ballena… la ballena…! A su vez las campanas de las ermitas de San Blas y del Buen Suceso, desde el corazón del pueblo, se hacían eco del toque que anunciaba a los pescadores la ansiada llegada de las ballenas.

Para hacerse una imagen de cómo deberían ser las convocatorias de los pescadores llastrinos para salir al encuentro de las manadas de ballenas que cada otoño se aproximaban a su costa, podemos imaginarlo de forma semejante a como se realizaba la convocatoria para la pesca del «mansíu» (“xarabales”, bancos de sardinas) que hemos conocido en Llastres hasta la década de los años cincuenta de este siglo.

A pesar de la distancia de los siglos podemos aproximarnos a vislumbrar todo el trajín, el bullicio popular, la ansiedad mezclada de alegría, esperanzas y peligros ante el inicio de la pesca de estos cetáceos. De generación en generación los pescadores de Llastres han ido transmitiendo su propia cultura marinera, sus técnicas, costumbres y tradiciones cada vez más depuradas, cuyos ecos todavía perduran entre sus gentes hasta el día de hoy. Esta tradición de tocar la campana de la ermita de San Roque y de «avocinar» desde el «Penayu» y todas las demás atalayas de Llastres se ha conservado hasta mediados del siglo XX.

Salvadas las diferencias de época y de medios, los pescadores del pueblo eran convocados a la costera de la ballena de una forma muy similar a la pesca del «mansíu» que hemos visto y que se ha perdido en estos últimos años.

 

 

            ¡… Está “guarnida… está guarnida”..!

La convocatoria para la pesca de las ballenas debió ser parecida a como se hacía en la del «mansíu». Todos los llastrinos recuerdan cómo la vida del pueblo era un griterío unánime alentando y jaleando a los pescadores para que se dirigiesen veloces hacia sus lanchas. Era como si todo el pueblo se movilizase ante un grito de zafarrancho de combate. Los «rapacinos» y demás pescadores que oteaban y escudriñaban la mar desde el monte de San Roque y las otras atalayas del pueblo, cuando divisaban «tolines» (delfines) saltando («tolinada»), reuniendo y «levantando» la sardina que en grandes «xarabales» (bancos de pesca) salpicaban de manchas negras el azul de la mar,  tocaban la campana y daban voces «avocinando» hacia el pueblo al grito de: «¡Está guarnida…!  ¡…Está guarnida…!».

La mar era un espectáculo de riqueza y de vida. «Les tolines» saltando, el «mazcatu» (alcatraz) zambulléndose en acrobáticos picados, «les gaviotes» revoloteando ávidas de pesca fresca haciéndose cómplices del pescador y avisándoles de la presencia del pescado. Los marineros y la algarabía de sus lanchas dirigiéndose al «mansíu» se unían de forma alborozada a este panorama natural en el que el ser humano y la naturaleza estaban compenetrados.

La cantidad acumulada de sardinas era tan densa que afloraba emergiendo a la superficie en forma de una bola o gran mancha negra («xarabal») que podía ser divisada desde cualquier atalaya del pueblo.

Llastres era todo un mirador expectante hacia su bahía. Todos los balcones de las casas se convertían en ojos avizores que se abrían para no perderse el espectáculo de los «xarabales» que en la bahía alegraban la vista y la esperanza de una buena costera. Ante la perspectiva de «partir unos buenos quiñones«, y a la excitante visión de aquella riqueza potencial de pesca levantada y anunciada por «les tolines» (delfines) que entusiasmados daban brincos sobre el «xarabal» se sumaba el revuelo y el alboroto de la salida apresurada de las embarcaciones.

Hasta en las escuelas diseminadas por distintas casas del pueblo el maestro y la maestra interrumpían por unos momentos la actividad docente para asomarse por la ventana a causa del griterío popular que perturbaba y se mezclaba con la cantinela de las tablas de multiplicar. También en las ocho fuentes del pueblo las mujeres mientras «zabarciaban» y cogían agua en sus calderos, hacían una tregua en sus chismorreos para intentar compartir el alborozo de la posible pesca de sus maridos e hijos.

Aquel griterío de: ¡… Está guarnida…. está guarnida…!  y el toque de campana desde la ermita de San Roque era igualmente contestado por la campana de la rula y repetido durante minutos por los pescadores que trabajaban en el muelle en sus lanchas, en sus bodegas o en los tinglados del puerto. No sólo era un clamor de alerta, sino también un reclamo teñido de alegría ante la muy probable pesca al «mansíu».

Esta algarabía popular ante el inicio del «mansíu» jaleaba y motivaba a los pescadores a descender apresuradamente por todos los empinados vericuetos y atajos del pueblo corriendo hacia el muelle «mangando» de cualquier manera la ropa de mahón o el «ropadagües». Las primitivas escaleras de la Fragua que sobre el acantilado descienden hasta el puerto acogían a los pescadores. Muchos de ellos, saltándolas de tres en tres, bajaban ansiosos para embarcarse en la primera lancha que pudieran coger. Esto mismo se podía presenciar por las escalinatas de la “Chatilla”, junto al Bitácora, o por la antiquísima escalera de la fábrica de la Mercedes. Esta impresión de alarma general se acrecentó con la incorporación de la sirena sonora de la rula en el año 1949 que sumaba también sus variados toques a la pequeña campana de la lonja.

Una vez llegados al muelle, se iniciaba el embarque a «balagades», casi en tropel, sobre la embarcación que cada cual buenamente pudiera pillar. Con la máxima celeridad se efectuaba el desamarre de las lanchas iniciándose una vertiginosa carrera para llegar los primeros al punto de encuentro con la pesca. Evidentemente las maniobras de las lanchas en el interior del muelle no eran fáciles al coincidir varias en su intento por salir rápidas por la estrecha boca del puerto.

Antes de la llegada de las vaporas y de los motores de explosión, a principios del siglo XX, las chalupas, los esquifes, bateles, traineras y pataches fueron las lanchas más usadas por los pescadores de Llastres. En aquellos siglos pasados la probabilidad de ser los afortunados en capturar la pesca de la ballena o de la sardina «al mansíu» dependía de la habilidad del patrón de pesca, de la fuerza de los remeros, de la ligereza de los esquifes y de «los bateleros».

La carrera por llegar los primeros a la mar no era algo simplemente deportivo, sino cuestión vital. La velocidad no era un simple entretenimiento sino una necesidad de la que dependía salvar una «costera«, unas merecidas ganancias y la supervivencia. La primera y más veloz embarcación cogía el derecho a iniciar la maniobra de pesca. Los pescadores y los patrones de las lanchas que, por lo motivos que fuesen, llegaban más tarde al lugar donde se encontraba el «mansíu» solían gritar a los de la primera embarcación: «¿Hay unión…?”

Si el patrón de la primera embarcación que había llegado primero «al mansíu» aceptaba compartir parte de la pesca, («garrar unión») entonces las demás embarcaciones y «compañas» (tripulaciones) aguardaban a que la primera embarcación terminase sus maniobras de pesca para iniciar en riguroso orden de llegada la prosecución de la pesca y no entorpecer la faena de los demás. Otras veces aguardaban a corta distancia para ayudar en las faenas de la primera lancha.

Pero si la respuesta de la primera embarcación era negativa, los demás pescadores de los otros barcos se guardaban el derecho de entorpecer y «embayar» lanzando «piedrades» (de las que siempre iban bien surtidas las embarcaciones en sus proas) hacia la pesca o producir golpes con sus remos en la mar para que la pesca se «embayase» y huyera.

 

 

Cómo se pescaba la ballena en las proximidades de Llastres.

La convocatoria a la pesca de la ballena, por los llastrinos debió parecerse en cierta forma, salvadas las distancias del tiempo y de época, a esta pesca «al mansíu» que hemos conocido hasta hace muy poco. Así, de manera muy similar en siglos pasados, ante el anuncio de la llegada de las ballenas, bajaban corriendo hacia el muelle decenas de pescadores desde todos los rincones del pueblo de Llastres como si fueran convocados a una emergencia popular. Poco después, por la boca del puerto salían remando a toda velocidad las pequeñas embarcaciones con la ilusión de realizar una buena captura.

Por los documentos que poseemos, la pesca de las ballenas era realizada al principio en grupos de varias y endebles chalupas, con sus correspondientes compañas de remeros y arponeros. Posteriormente las primitivas y débiles chalupas se sustituyeron por pequeños bateles, (embarcaciones muy estilizadas entre 4 y 6 metros de eslora con 4 bancos, 8 toletes, estrobos, remos y vela al tercio), esquifes, traineras (de 8 a 11 metros de eslora llevada por 15 remeros y dos velas al tercio con mástiles de quita y pon), pataches (veleros de dos palos con pequeña chalupa auxiliar).

Una vez avistados los cetáceos desde las atalayas del Cau y Le Llastres salían del muelle varias lanchas esquifadas, bien dotados de arpones, fisgas y chicotes. Aquellos valientes balleneros llastrinos, la mayoría de las veces descalzos, cubiertos con una sencilla gorra o «abisiniu», «remangades les perneres», con humildes y recosidos «ropadagües», resoplando y bogando sobre sus débiles botes de cubierta abierta a un ritmo «in crescendo», se aproximaban veloces hacia el lugar del encuentro con los grandes cetáceos. Remaban así al compás de cantinelas y letanías con el máximo ritmo animándose con voces que aunaban los golpes de boga mientras se aproximaban a la altura del rumbo que traían las ballenas, donde las esperaban en una corta franja de mar.

Cuando las ballenas estaban cerca de las chalupas y esquifes se iniciaba una segunda aproximación selectiva. En esta segunda maniobra, la pesca de las ballenas era realizada por varios botes que se aproximaban todo cuanto podían al grupo de los cetáceos esperando que alguno emergiera a respirar. Era uno de los momentos de máximo esfuerzo de los remeros para no perder al grupo de ballenas.

 

 

Los balleneros.

A la tripulación («compaña») de estas lanchas balleneras se la denominaría con el tiempo «esquifazón», (de esquife). Estos barcos eran «llargos», bajos y abiertos de cubierta, con el «arponeru» a proa y el «patrón o maestre de lancha» en la popa gobernando a la caña con un gran remo. El «arponeru», el más fuerte y experimentado, era el responsable y el más cotizado de toda la «compaña» pues de su fuerza y habilidad dependía el éxito de la captura.

Estos arponeros llastrinos, durante los meses previos a la costera de la ballena, preparaban en las bodegas de Llastres y en las «ferrerías» de la Riera (Colunga) sus arpones de hierro de poco más de «una braza de llargu» rematado en punta de flecha con una bisagra para que al clavarse en el «llombu» (costado) de la ballena se doblase y no pudiese salir de su cuerpo ante las tensiones del propio cetáceo remolcando la trainera en su huida. Si el impulso del «arponeru» lograba incrustar profundamente el arpón entonces quedaba así «anclado» fuertemente en el cuerpo del cetáceo. Este arpón ballenero solía tener unos seis kilos de peso e iba incrustado en la terminal de un sólido palo de dos brazas de «llargu» al que estaba amarrado con un nudo marinero a un largo «chicote» (cuerda marinera) que asegurase la captura. «Esti cau» o «chicote» estaba enrollado a un carretel bien trincado en la base de proa de la trainera deslizándose por una roldana («rolin») de madera que iba fijada sobre la proa, por encima del branque.

 

 

El momento más peligroso de la pesca de la ballena.

La maniobra de lanzar el arpón era el instante más excitante y de mayor riesgo para los pescadores pues existía el peligro mortal de hundimiento de la pequeña chalupa o de la trainera por un coletazo del gran cetáceo. Las ballenas al «surdir» a respirar y con sus fuertes «charpazos» formaban olas que solían poner en peligro de zozobra a los pequeños botes y débiles esquifes.  En ese azaroso momento toda la compaña de remeros ponía en máxima tensión los músculos de sus brazos y piernas para fijarse sobre el «panel» y disponerse a remar o ciar según fuese el desarrollo de la lucha contra la ballena. Sus corazones palpitaban a la máxima velocidad por el esfuerzo físico y la percepción psicológica del peligro preparados a bogar y maniobrar para no ser arrastrados por el empuje de huida y la subsiguiente inmersión del cetáceo herido.

Frecuentemente las ballenas y las traineras llegaban a aproximarse mutuamente a uno y dos metros. Era el instante preciso en que el «arponeru», el mejor, el más fuerte y más sereno, de pie sobre la proa, esperaba el momento más oportuno para que la ballena ofreciese el «llombu» (costado) por la parte próxima de la cabeza. Entonces lanzaba el arpón con un fuerte impulso de su brazo pasando rapidísimamente el chicote por la roldana y fijándolo al primer banco de proa o al fondo superior de la quilla, en la parte de proa.

Todos a bordo aguardaban el fuerte tirón que anunciaría el inicio de la resistencia a muerte de la ballena. La roldana facilitaba el recorrido del débil chicote expuesto a «afaltar» (romper) debido sobre todo a su escasa calidad y ante el temido tirón de huida.

Por unos instantes la chalupa se estremecía y bamboleaba por las fuertes sacudidas acompañadas de coletazos que anunciaban la inmersión desesperada de la ballena herida y del resto de la manada. Con la respiración contenida, los balleneros llastrinos esperaban ansiosos la imprevisible lucha a muerte que se iba a iniciar contra aquellas enormes ballenas de cerca de doce y quince metros de longitud.

Si el arpón había dado eficazmente en el blanco, la ballena iniciaba la huida con una fuerte sacudida sumergiéndose hacia el fondo de la mar. Este brusco tirón desequilibraba a los pescadores produciendo a veces la caída a la mar de más de un arponero o remero o el vuelco de sus débiles esquifes. Eran minutos difíciles para los endebles botes proclives a llenarse de agua, forzados sus banzos contra las olas y la mar por la velocidad que la ballena imprimía en su huida. En esos momentos los pescadores solían desahogar su tensión gritando frases de combate animándose mutuamente en medio de la lucha que se había iniciado ante tan majestuosos enemigos. Comenzaba así una pelea titánica hasta que uno de los dos vencía al contrario.

Era frecuente que la ballena, al sentirse herida de muerte, arremetiese contra los balleneros soltando alguno de sus temibles coletazos sobre el agua y a veces sobre el casco de las pequeñas chalupas. Más de una vez debieron zozobrar las pequeñas embarcaciones llastrinas con sus hombres frustrándose la pesca y con las correspondientes tragedias. Pero lo más habitual era que la ballena iniciase un descenso vertiginoso hacia las profundidades contrarrestado por la resistencia del batel y el bogar de los remeros.

Durante largos minutos los pescadores remaban en sentido contrario para cansar más a la ballena herida, dejándose arrastrar bogando o «ciando» para oponer más resistencia y fatigar progresivamente al cetáceo. En aquellos momentos el casco de los pequeños botes se hundía incrustándose entre las olas forzado por el empuje de la presión y el peso de la ballena.

Mientras, la cuerda del arpón se desenrollaba en el carretel deslizándose sobre la roldana a toda velocidad haciendo crujir por la tensión las maderas del «carel» y de los banzos. Siempre existía la probabilidad de que «afaltase» (rompiese la cuerda) el «chicote». En aquellos siglos de escasez de materiales adecuados para hacer fuertes cuerdas hacía que esta eventualidad fuese frecuente al ser los «chicotes» de mala calidad y estar semi podridos por la «salmoria». Estas circunstancias debieron frustrar muchas capturas en los siglos pasados ante la penuria de buenos «cabos» (cuerdas) para la pesca de la ballena. En todo caso, el propio arponero u otro pescador tenía que echar constantemente «baldes» de agua (pequeño cubo, «tangarte» de madera con agarradera usado en el achique del agua) para que el carretel y la cuerda no se quemasen por el roce.

La maniobra continuaba durante minutos obligando a los balleneros a seguir el rastro y la dirección del «chicote» sumergido. El suspense del desenlace crecía entre los pescadores pues nunca se podía saber el final de aquella lucha a muerte. El cetáceo herido permanecía sumergido durante un tiempo, que dependía de la capacidad pulmonar de inmersión, de la longitud del «chicote» y de la resistencia de los remeros de la trainera. Esta duración de inmersión de la ballena era otro de los trances más inquietantes para la tripulación, pues durante esta sumersión corrían el peligro de hundirse con el tirón de la ballena, o de quedarse sin arpón y sin «chicote» al tener que cortarlo con un hacha y perder aquel valioso instrumento de pesca y la correspondiente captura. Para esta posible delicada y desesperada maniobra de cortar con un hacha el «cau» (cuerda), siempre tenía que estar preparado un pescador. El patrón era quien tenía que tomar esta dolorosa decisión de cortar el «chicote» y perderlo todo antes que naufragar.

Pasado un tiempo de espera y lucha angustiosa, la ballena, herida de muerte, se veía obligada a tener que surdir para respirar. Era entonces cuando los arponeros de otros botes y traineras volvían a lanzarle arponazos secundarios para así rematarla y asegurarla bien, hasta que la ballena moribunda flotaba al costado del esquife. En esos momentos los pescadores, para culminar su muerte utilizaban fisgas, lanzas, «pinchos», «bicheros», «fleches», etc.

 

 

El «Escanu», lugar de despiece de las ballenas.

A las ballenas heridas, desangradas o muertas no les podían insuflar aire como se haría en los siguientes siglos con las técnicas posteriores para facilitar su remolque, sino que les pasaban varios «chicotes» hasta la cola para amarrarlas y poder ser remolcadas por las pequeñas embarcaciones a fuerza de remeros hasta la playa del «Escanu» de Llastres en marea alta. Allí las «avaraban» y amarraban lo más próximas al acantilado donde quedaban varadas para su total despiece. Algunas veces eran aproximadas hasta la parte norte, por la parte exterior del «cahe» («cai») del muro de fuera del puerto primitivo, hasta un escanón que salía de la Punta ‘l Castillu (Punta Misiera) donde allí algunas veces también eran despiezadas.

Con el fin de que los cuerpos de las ballenas no fuesen arrastrados o zarandeados fácilmente por las olas que rompen en la playa del «Escanu» y en el «escanón” de la Punta Misiera era fijadas y ancladas también con risones clavados en los «llombos» (costados) y atadas a tierra.  Por la urgencia de evitar los contratiempos e incomodidades del molesto oleaje, pero sobre todo para evitar una incipiente putrefacción, todo un tropel de hombres, mujeres y «rapacinos» del pueblo se movilizaban para colaborar en el despiece y acarreamiento de los restos del cetáceo.

Allí, en la pequeña playa del «Escanu», desde el primer momento eran troceadas y desguazadas en largas tiras como si fuesen enormes piezas de «tocin», con machetes y grandes cuchillos por los pescadores y mujeres contratados y pagados por el arrendatario de la «Casa de les Ballenes» a quien el Gremio de los Mareantes le había adjudicado su explotación.

En «paxos» y sobre las espaldas de hombres y «rapacinos» iban subiendo entre las piedras del «Escanu» los despojos de la ballena siendo introducidos en la caldera de la «Casa de les Ballenes» para ser «fundidos» en el «fornu» y obtener la grasa (saín). Esta grasa y aceite lo guardaban en barriles que se construían en el propio Llastres.

 

 

La «Casa de les Ballenes de Llastres».

Esta «Casa de les Ballenes» existió hasta principios del siglo XVIII. Aparece citada en los planos más antiguos que se conocen del pueblo. Encima del «Escanu«, adosada a un recodo del acantilado que cae desde La Fragua, donde el rompiente de las olas no podía llegar a destruirla, todavía se pueden observar los restos del antiguo edificio donde se trataban las grasas de estas ballenas. Allí, al lado de las primitivas y únicas escaleras de acceso a la playa del Escanu que ascienden hasta la Fragua, se comercializó durante siglos la pesca de las ballenas.

Serían unas familias de Villaviciosa, los Hevia, los Balbín y sus descendientes, los que obtuvieron y gestionaron con autorización de la Cofradía de los Mareantes del pueblo la comercialización de las ballenas.  Sin embargo, no faltarían pleitos y manifestaciones tumultuarias entre los pescadores y vecinos del pueblo por la intromisión en el negocio de las ballenas de personas ajenas al pueblo, al mundo del mar no matriculados en la Cofradía de los Mareantes.

 

 

El Puerto primitivo de los balleneros.

Por aquel entonces el puerto primitivo de Llastres estaba formado por un muro almenado que arrancaba hacia el sur debajo de la Peña de la punta Misiera, llegando hasta donde estuvo durante mucho tiempo la «Rambla de la Peña», hoy destruida.  Durante los días de «vagamar» con marea baja y fuerte «rendoriu» se han podido ver en el pequeño muelle actual los restos de este primer antiguo puerto de Llastres del siglo XV. Todo el fondo del muelle era una playa, sin muro de tierra como posteriormente se construiría para facilitar el acceso al muro de fuera. Toda la base de la Peña era un «pedreu» que continuaba hasta el que está visible en el actual «Escanu». Tampoco existía el «malacó», construido a principios de este siglo ni el muro sobre el que estuvo el primitivo «tinglau» sobre el que se construirían a comienzos del siglo XX la pequeña rula y la farola del muelle, demolidos en el año 1996.

Posteriormente, a finales del siglo XVIII, en 1775, se construiría la moderna carretera de adoquines que asciende del puerto hasta la calle de San Antonio sobre el pedregal del Escanu y comiendo terreno al acantilado.

 

 

El aprovechamiento y beneficios de las ballenas.

Los pescadores de Llastres y el Gremio de los Mareantes obtenían buenos beneficios por el negocio de la grasa de las ballenas. Cada uno de estos cetáceos solía dar por término medio unas cien pipas de grasa que equivaldría hoy a unos seis mil kilos. Según cálculos del Doctor Don Evaristo Casariego el valor total de cada ejemplar, en el siglo XVI era de más de mil ducados. El arrendatario tenía que pagar un fondo a la Cofradía de los Mareantes, y los correspondientes «quiñones y cuartones» a los pescadores que intervenían en la captura de las ballenas, y a los que intervenían en el despiece, acarreo y fundición de la grasa.

Con la grasa y aceite de las ballenas pescadas por los llastrinos se abastecían otras pequeñas industrias familiares del pueblo y de la zona. La grasa y el aceite eran aprovechados, previa mezcla con resinas y otros elementos, con el fin de obtener rudimentarias pinturas mezcladas con aceites de linaza, breas y colorantes para embadurnar y calafatear las maderas de las embarcaciones a modo de barniz. También se utilizaría este aceite mezclado con linaza en la protección de las humildes «ropadagües» de los propios pescadores.

Aunque los productos de la ballena no eran utilizados para el consumo humano, sin embargo hasta mediados del siglo XX se mantuvo una tradición dentro de la cultura popular «llastrina» de la cual las mujeres eran las principales conocedoras y transmisoras. Consistía en la utilización de jugos de vísceras de ballenas y de otros peces con el fin de extraer aceites especiales para purgas y con fines curativos. Estos extractos de vísceras de cetáceos los prensaban, filtraban y guardaban en recipientes especiales de donde posteriormente eran abastecidos quienes creyesen en sus virtudes terapéuticas. Desconocedores en aquellos siglos de la existencia y necesidad de las vitaminas, los pescadores de Llastres intuyeron que en la comida de derivados de las vísceras de ballenas, «tolines», «marraxos» (pequeños tiburones), «caeyes», «rayes y boticos» etc., se ocultaba la presencia de elementos medicinales cuyo consumo aliviaba enfermedades de los niños, jóvenes y mayores.

En aquellos tiempos el escorbuto y la «avitaminosis» eran muy frecuentes en las gentes de la mar, entre las que el consumo de frutas, legumbres y otros productos hortícolas estaba casi ausente en su dieta alimenticia dada su cultura culinaria y la inexistencia de huertos en el pueblo de Llastres. Su alimentación estaba formada especialmente por productos provenientes de la mar.

A lo largo del tiempo los «chiquillos» del pueblo tomaron cucharadas de aquellos brebajes de sabor espantoso durante temporadas, como si fuese el peor de los suplicios, pero que les mejoraba y fortalecía.

 

El que esto escribe, al igual que los demás «rapacinos» de Llastres fue obligado a tomar de estos «derivados caseros». En medio de llantos y protestas ante la presencia del aceite en una gruesa «cuchar» (cucharada), cual “arpón amenazador” delante de la boca cerrada del «rapacín», y tapadas a la fuerza «les ñarices» para no oler aquella pócima, al «guaje» no le quedaba más remedio que tener que «surdir» como las pobres ballenas y respirar por la boca. Era entonces cuando el «criu» abría la boca para respirar, siendo aprovechado ese momento para que le clavasen «el arpón» de la amarga cucharada de aquel odioso aceite.

El aceite de las ballenas también se utilizaba para los guisos y frituras de pescados en unos tiempos en que el aceite de oliva no llegaba fácilmente a la cornisa cantábrica. También tenemos testimonios del uso de este aceite de ballena para freír nabos, comida habitual entre las gentes de la zona, cuando el consumo de la patata y el maíz traídos de América comenzaba a difundirse lentamente por Europa

De las ballenas también se aprovechaban sus «barbas«, que eran utilizadas para variados usos, especialmente para la corsetería íntima de las mujeres, rudimentarios sostenes, corsés, etc. Con las costillas, huesos y vertebras de las ballenas los artesanos «llastrinos» hacían sillas y otros adornos caseros. Algunos de sus huesos, especialmente las costillas, eran utilizados en la construcción de las casas. También muchos chiquillos y adolescentes de Llastres utilizaron «aquelles espines especiales» de ballena para hacer juguetes más consistentes que tenían que ver y recreaban el mundo de sus padres. Así hacían pequeñas «naos» o «barquinos» con los que jugaban a simular combates navales, maniobras de atraque, de pesca, etc., para «xugar» a «les lanchines» como siempre se hizo entre los hijos de los pescadores.

 

 

El aceite de ballena y su uso para el alumbrado.

Entre otros usos, la grasa (el sain) era muy cotizada para servir de fuente de energía para la iluminación en los edificios públicos y casas privadas del pueblo y de la zona. La luz eléctrica y su uso para la iluminación no había sido descubierta todavía. En la época de la pesca de la ballena, siglos XVI y XVII, en Llastres solamente alumbraban pequeños «faroles» caseros, y recipientes sencillos llenos de grasa de ballena sobre los que flotaba una mecha impregnada de grasa dando luz a las humildes casas de los pescadores. Los «pequeños faroles» alimentados con «aceite de ballena» no sólo eran usados para iluminar las largas noches invernales sino también para alumbrarse en las bajadas y subidas por las tortuosas y empinadas calles, llenas de escalinatas, pozos y regatos, al tener que bajar al muelle en las tempranas madrugadas. Las propias embarcaciones llevaban estos faroles con el fin de ser vistas y para alumbrar sus faenas en la oscuridad de la noche y en las faenas marineras en el alba, antes de amanecer. Hasta casi mediados del siglo XX se seguirían utilizando estos faroles, pero sustituido el aceite por el «carburo«. Al pueblo de Llastres, llegaría la luz eléctrica en los años veinte del siglo que termina.

Se conservan documentos en los que se hace referencia del uso de la grasa de las ballenas capturadas por los llastrinos para servir de alimentación de las lámparas de la Catedral de Oviedo, del Convento de Valdediós y de la propia iluminación perenne del Santísimo Sacramento en la Iglesia de San Blas y en las demás ermitas del pueblo. La tradición oral de los llastrinos señala dos grandes lámparas que, a izquierda y derecha del presbiterio de la “Iglesiona vieya” (a cien metros del actual Cuartel de la Guardia Civil), y en la posterior iglesia parroquial construida en 1794 de Santa María de Sábada, albergaron el aceite de grasa de ballenas que alimentaban la luz que iluminaba permanentemente el altar mayor de la iglesia de San Blas, situada al lado de la Calle Real. Otro subproducto extraído de las ballenas era la «espelma» con la que preparaban sencillas velas para iluminarse en las casas y en la iglesia.

 

 

La Cofradía de los Mareantes y sus derechos consuetudinarios relativos a la pesca en la mar de Llastres.

La tentación de entrar en la explotación de la pesca de la ballena por personas ajenas al pueblo fue motivo de repetidos conflictos. La Cofradía de los Mareantes, que representaba los intereses de los vecinos del pueblo, tuvo que ir resolviendo y armonizando la aportación de la iniciativa y capitales privados y foráneos con los beneficios que aportaba dicha pesca.

Estas costumbres tendieron a convertirse en normas y en leyes, así como en supuestos derechos a intervenir en las capturas y en todo el proceso y ganancia de la costera de las ballenas. Estos hechos fueron objeto de acaloradas discusiones dentro del Gremio de los Mareantes (Cofradía de Pescadores) durante aquellos siglos. Entraban en conflicto los derechos particulares con los comunales.

Los atisbadores de las ballenas designados por la Cofradía de los Mareantes avisaban para todos, y el trabajo de la pesca, lo más duro y arriesgado, no se percibía correspondido en justicia con lo que luego se pagaba en tierra. Ya en aquel entonces no era fácilmente asumible lógicamente que se beneficiasen del esfuerzo de muchos tan sólo unos pocos. Por eso, a veces, la pesca de la ballena, al igual que la costera del «mansíu» y otras costeras tuvieron que ser reglamentadas por acuerdos que armonizasen estos derechos con los beneficios comunes. El pescador siempre percibió esta injusticia de llevar la peor parte del esfuerzo de su difícil e ingrata profesión.

 

 

Tumultos, protestas y quema de una ballenera.

Hay documentos que demuestran que la pesca de la ballena y todo cuanto ello reportaba no tuvo más remedio que ser reglamentado por el Gremio de los Mareantes de Llastres. El interés común que la Cofradía intentaba salvaguardar no siempre fué respetado dando lugar a pleitos y tumultos entre los pescadores y otras personas ajenas al pueblo y al gremio de los pescadores.

Existen acuerdos tomados en el siglo XVI (3 de Agosto de 1557) por los que se ejercía la jurisdicción a toda la costa y aguas de la zona de la mar de Llastres. Según estos acuerdos los pescadores llastrinos se manifestaron muy celosos de que nadie pudiese pescar en sus aguas a no ser que estuviese avecinado en el pueblo y con licencia de los propios vecinos. En el año 1571 se planteó un duro conflicto con el dueño de varias chalupas que practicaba la pesca de la ballena en aguas de Llastres sin ser llastrin. Este señor era Don Diego de Hevia vecino de Villaviciosa. Los llastrinos protestaron de este intrusismo al no ser del pueblo oponiéndose a que los pescadores forasteros «aterrazgasen» ballenas detrás del «cai» del muelle. Las manifestaciones de protesta fueron tumultuosas llegando incluso los pescadores a quemar una de aquellas balleneras.

Consecuencia de estos conflictos, diferencias y disputas, se tuvieron ruidosos pleitos. Los Jueces árbitros de este conocido pleito que llegó a ser un precedente jurídico estaba formado por Don Gonzalo Ruiz de Junco, señor del Coto de Carrandi y el licenciado Lorenzana, Don Fernando de Valdés, señor del Coto de Lodeña y el licenciado Cifuentes dándose las correspondientes escrituras ante Don Lucas López escribano de la ciudad de Oviedo. Se reunieron todos estos Jueces árbitros en el puerto de Llastres el día 5 de octubre de 1573 para dejar su dictamen. La sentencia fallada impidió pescar a las balleneras de Don Diego de Hevia y a Don Juan del Valle, maestro piloto de las mismas, sentenciando que no se permitía a ninguna otra persona pescar ballenas en la mar de Llastres ni «aterrazgarlas» sin el permiso de los vecinos del pueblo.

Las dificultades para tener capitales e iniciativas en la construcción de chalupas, bateles, traineras y pataches fueron siendo superadas desde entonces por iniciativas de la propia Cofradía.

El Gremio de los Mareantes de Llastres, ya por aquel entonces, llegó a invertir desde el siglo XVI en embarcaciones propias de la Cofradía. La tradición de tomar iniciativas en favor del pueblo, construir y administrar barcos propiedad de la Cofradía dando trabajo a los pescadores y aportando ingresos a los fondos comunes continuaría hasta finales del siglo XX.

Los beneficios de estos barcos de la Cofradía iban en gran parte para los fondos comunes del Gremio de los Mareantes con los que se atendía a los cofrades, a los ancianos, a las viudas e hijos, etc. Desde el siglo XV hasta mediados del siglo XX se llegó a tener en el pueblo un primitivo servicio gremial de atención social y asistencial con servicio médico incluido. La Cofradía de los Mareantes, con esta sensibilidad y valores de solidaridad cristiana, se adelantó así en siglos a las actuales prestaciones sociales.

 

 

           Los Hevia, los Balbín de Villaviciosa y la «Casa de les Ballenes».

Es evidente, por lo que venimos exponiendo, que en el puerto de «Llastres» existió una «Casa Ballenera», que no llegó a tener la importancia que alcanzaron estas entidades en otros puertos del Principado, como la de Gijón, Llanes, Candás, Luarca, Puerto de Vega, Tapia de Casariego. Esta «Casa de les Ballenes» corría a cargo de una persona acaudalada que arrendaba la «Casa Fábrica» y todos los utensilios y demás medios para la obtención del saín. Sabemos el nombre del señor, de su familia y descendientes que consiguieron la contrata pública de esta casa durante muchos años. Fué un tal Don Gutierrez de Hevia, y Pedro Balbín, naturales de Villaviciosa. Durante todo el siglo XVI y el XVII. él, sus hijos y descendientes continuaron obteniendo la contrata de la «Casa de les Ballenes» de Llastres. Él, como adjudicatario, se tenía que encargar de todos los gastos que llevaba consigo este negocio, pagando el «quiñón» y los «cuartones» correspondiente a los pescadores y rapacinos que se empleaban en esta casa, aportando también un «quiñón especial» como renta al fondo común de la Cofradía de los Mareantes, tal como estaba estipulado por la propia Cofradía en la contrata pública.

Sobra decir que la pesca de las ballenas proporcionó a los pescadores del pueblo de «Llastres» una fuente muy importante de ingresos hasta finales del siglo XVIII en que se dejó de practicar esta pesca. Estos beneficios de la pesca de las ballenas fueron muy considerables para los pescadores calculándose un promedio de ganancia anual de unos cien mil reales de la época.

Esta «Casa de les Ballenes» y su negocio se mantuvo pujante hasta comienzos del siglo XVIII. El mejor cronista antiguo del pueblo, Don Juan Antonio Victorero, nos transmite la noticia de haber conocido «escrituras de arrendamiento (hoy perdidas) otorgadas por los vecinos de «Llastres» en el año 1637 a favor de Pedro Balbín, vecino de Villaviciosa, a quien cedían esta pesca por el espacio de doce años y le entregaban la «casa» y los utensilios  para el beneficio de la grasa con cargo de redimir varios censos tomados para el proseguimientos de los pleitos (…) y satisfacer los réditos que se fueren devengando hasta la total estinción de los capitales».

A partir del siglo XVIII la pesca de la ballena no se volvió a practicar en el puerto de Llastres. La destrucción del muelle por los temporales a finales del siglo XVII, la decadencia del pueblo y la escasez de capturas fueron, entre otros, los factores que explican la desaparición de esta pesca. De aquella «Casa de les Ballenes» – narra Juan Antonio Victorero a mediados del siglo XVIII – «tan sólo se conservan hasta nuestros días los muros de la fábrica, algunos instrumentos para pescar y herir a estos enormes peces y mucha osamenta de éstos».

           Si para conocer la técnica de la pesca del «besugu» – cuentan las crónicas –   un vizcaíno llegó a «Llastres» con este fin, también sabemos que la técnica de la pesca de la ballena y la transformación comercial de sus derivados fueron los pescadores vascos quienes la comenzaron y cultivaron de forma eminente. Ya en el siglo XVI aparecen los nombres de varias familias vizcaínas presentes en el pueblo de «Lastres» dedicadas a esta pesca y a su transformación que debieron contribuir a la introducción de esta técnica de pesca y a su aprovechamiento comercial.

Sin embargo, según los datos aportados por la investigación del historiador luarqués, Don Evaristo Casariego, la práctica de la pesca de la ballena ya aparece en las costas asturianas en la alta Edad Media. Ya se conoce la existencia de un contrato de arrendamiento del año 1232 de la playa de Entrellusa, entre Avilés y el Cabo Peñas, por una «compaña» de balleneros por lo que podría asegurarse que la caza de las ballenas ya se practicaba por los pescadores asturianos en el siglo XIII. Por otra parte, sin embargo hay documentos que atestiguan que los vascos ya pescaban ballenas en el año de 1200, tal como se desprende de un documento del rey Alfonso VIII en el que se menciona un impuesto pagado por los habitantes de Motrico que consistía en el tributo de una ballena.

Según Evaristo Casariego parece cierto que los cántabros (así se denominan en las crónicas antiguas a todos los habitantes del norte de la Península Ibérica) fueron los que primeros que practicaron la caza de la ballena en Europa.  En un curioso libro del siglo XVIII titulado «Les richesses d’Holande» y traducido al francés en 1781 se dice literalmente: «Los  holandeses aprendieron de los cántabros, habitadores de unas provincias de España, el método de pescar las ballenas; son buenos marineros por naturaleza… y pasan más allá de Irlanda, para, en los mares de Islandia y Groenlandia, dar caza a las ballenas» (Cf. CASARIEGO, J. E. «Asturias y la Mar», Ayalga Ediciones, 1976, pp. 119 y ss.).

Según el testimonio del francés Jacques Aragó escribe que: «Los vascos son los primeros pueblos que explotaron la pesca de la ballena en provecho de la industria… Les siguieron los asturianos». (Cf. ARAGÓ, J. «Viaje alrededor del mundo», Madrid, 1874, p. 228). Por el contrario, según aporta en la citada obra del Doctor Don Jesús Evaristo Casariego, » se sabe que del siglo X al XVI los cántabros españoles, raza intrépida y valerosa, tuvo el monopolio de tan importante industria» (BENEDEM, Van P.J. «Un mot sur la pèche de la Baleine», París, 1878, p. 4). Según Gervasio Artiñano pone el comienzo de las ballenerías cantábricas en el siglo IX (ARTIÑANO, G. «Gentes de mar», en «Folklore de España», tomo III, p. 24).

Hoy ya sabemos que en el siglo XVIII la captura de la ballena en aguas próximas a Llastres estuvo asesorada por un grupo de balleneros vizcaínos. Hay constancia de que en 1708 los mismos llastrinos eran conscientes de que las técnicas, utensilios y estrategia para la pesca de la ballena todavía tenían mucho que aprender. Para ello decidieron “poner cada uno de los armadores cuatro doblones de a dos escudos de oro con el efecto de hacer la compra del armazón de ierros (sic) que se componen de arpones, sangraderas, cuchillos de palo, estachas, calderas de cobre y otros instrumentos para dicho armamento”. Con este fin se comisionaron para adquirirlo en Vizcaya y propusieron la iniciativa de “buscar anssimismo una persona, cabo o capitán que viniese con veinte y quatro hombres y tres lanchas y dos atalayeros y un muchacho y entre ellos uno que sea maestro de tonelería para levantar y componer el barricaje” (Protocolo de Escrituras ante José Cabal, 28 de Julio de 1708, Protocolos Notariales de la Partida de Villaviciosa, caja 1279). A los marineros se les pagaría el viaje de ida y vuelta y su manutención. Se tuvo que pedir autorización al cura de Llastres asegurándole una barrica de saín de la primera ballena que se capturase en cada uno de aquellos cuatro años de contrato para alumbrar la gran lámpara del Santísimo de la Iglesia. Con este permiso del párroco los comisionados dieron a Andrés Cueto un poder para que se desplazase a Vizcaya y pudiera comprar y contratar los utensilios y los marineros que fueran necesarios.

Pasado el tiempo, y ante la escasez de ballenas cerca de la costa, los balleneros «llastrinos» se vieron forzados a buscar sus presas mar afuera, construyendo y fletando barcos denominados «naos balleneras».  Este último intento por continuar con la pesca de las ballenas duraría durante un siglo coincidiendo con el derrumbe del puerto primitivo y el descenso de capturas.  En esta fase final de la pesca de las ballenas, la grasa de los cetáceos era entonces fundida a bordo de los barcos, sobre fogones, llamados «infiernos», con grave peligro de incendio. No nos consta mención concreta de que los balleneros «llastrinos» fuesen tan lejos como las crónicas mencionan y hablan de los balleneros asturianos. Pero tampoco tenemos pruebas en contra que lo descarten. Las crónicas hablan en general de los balleneros asturianos, que llegaban al igual que los vascos hasta Islandia, Groenlandia, a las islas Spitzberg llegando a superar el paralelo 80 en medio de paisajes desolados de icebergs gigantescos, negras focas y osos blancos que jamás habían visto los ojos humanos. No cabe descartar que los intrépidos pescadores de «Llastres» estuviesen al igual que el resto de los asturianos pescando ballenas por esas latitudes. Allí, con «naos» más grandes pescaban la ballena de manera parecida a como se hacía al principio en las proximidades de la costa que va de la Punta el Olivu (Tazones) hasta la Punta de los Carreros (Ribadesella). Desde estas «naos balleneras» descendían pequeños botes desde los cuales se hacía la aproximación al grupo de ballenas procediéndose a la captura de forma similar a la descrita. La pieza era amarrada al costado y se la iba despiezando poco a poco para ser quemada su grasa en el mismo interior de los barcos.

Sea cual sea el origen de esta técnica de pesca, el hecho es que aparecen los pescadores asturianos, al lado de los vascos como los pioneros de esta actividad pesquera en el mundo. Yo mismo he podido comprobar, en mis años de Profesor en Tapia de Casariego (Asturias), la presencia de bastantes apellidos vascos entre mis alumnos. Preguntando por tal fenómeno, me dijeron todas las personas consultadas que era debido a la presencia hacía varios siglos de balleneros vascos que asesoraron y enseñaron las técnicas de la pesca de la ballena a los pescadores de Tapia. Allí se afincaron y allí se casaron. Esto mismo pude comprobar en el pueblo marinero de Puerto de Vega donde fue comprado ”El Adolfín”, la lancha de mi padre Adolfo Martínez Braña, en el año de 1968. En estas localidades del occidente asturiano, al igual que en Llastres, Tazones y otras localidades costeras del Principado de Asturias se constata la presencia de vascos y asturianos practicando la pesca de la ballena.

 

Por Faustino Martínez García.

Deja un comentario