FALLECE D.ENRIQUE CUETO SIERRA, PERSONALIDAD CHILENA DE PROFUNDAS RAÍCES ASTURIANAS

Acaba de fallecer en Chile a la edad de 94 años, Enrique Cueto Sierra, personalidad relevante en el mundo de la Educación y la Universidad de ese país y miembro de una significada familia empresarial con profundas raíces asturianas. De hecho, D. Enrique nació en Colunga en 1926 y allí vivió hasta que su familia, como consecuencia de la Guerra civil, se marchó a América, donde terminaría recalando en 1937 en Chile.  Profundamente identificado con el país que acogió a toda su familia Enrique, como el resto de sus hermanos, mantuvo siempre contacto con la villa que le vio nacer, de manera especial en las últimas décadas de su larga y dilatada vida. Descanse en Paz.

Como homenaje a este insigne hijo de Colunga y Chile reproducimos hoy el texto que escribió en el Libro “Verde y Azul. Testimonios y vivencias del Concejo de Colunga” (2004).

 

 

 

COLUNGA EN TRES TIEMPOS

 

El alma, aquí y allí.

Intento de testimonio “sinfónico” (algo desafinado en algún momento).

 

Primer movimiento:  allegro, ma non troppo.

“Mi infancia son recuerdos de un pueblín de Asturias… (y sigo con Machado), y algunos casos que recordar no quiero.” Colunga en la evocación de un colungués de casi 80 años. Niñez abrigada, familia entrañable, pueblo acogedor. Seguridad y pertenencia, sin conciencia de ello, en la entrega confiada de los primeros años. Memorias cálidas:  la escuela –los republicanos no íbamos al colegio de los frailes-, don José, el maestro, los higos pasos, los primeros saberes. La plaza, la convivencia juguetona, los primeros amigos. (¿Qué fue de ellos? Sólo quedó Humberto Alonso, que ya pintaba para pintor, con quien hacíamos flautas de caña en nuestras soñadoras andanzas por los campos). La muyerina de les castañes. La banda de músicos que venía de alguna parte, a la que yo iba a esperar un poco más allá del puente abajo del Carril, y a la que flanqueaba a lo largo de la carretera, hasta Loreto, al son de los pasacalles que se grabaron en alguna entretela y que aún conmueven.

En invierno, lluvia: aún resuenan los canelones en las largas veladas caseras, en la cocina familiar, con cuentos de xanes quizás, y el canto de mi madre, que lo hacía muy bien. En verano, la yerba –el Follón-, angazando o yendo a buscar el agua fresquísima a la fuente – ¿cómo se llamaba?-  escondida por los felechos, hasta presentir el olor a las sardinas o el bonito en escabeche. Y tumbarse a comer bajo la sombra sonora de los ocalitos. Y bajar, al atardecer, en el carro tirado por las mismas vacas que nos daban la leche –oh, la brava Bayona-, encima de la yerba ya seca, hasta las tenadas. El mar allá abajo. El cielo arriba.

Colunga fue el espacio del cuerpo y del alma que envolvió estas vivencias. Los inocentes primeros años (aunque éramos muy laicos, los hermaninos todavía venían de París). Los ruidos del mundo, y también los de España, quedaban lejos de ese ingenuo paraíso. ¿Lejos?

Sobrevienen de golpe, primero con contento y algarabía: la República. Recuerdo el 14 de abril del 31 –aún no cumplía los 5 años- y los siguientes catorces, empezando a percibir ilusiones comprometidas, pasiones sociales de mi padre, sin entenderlas del todo; pero dejándonos las primeras marcas de algo por qué luchar. (Esas que reconoceremos mucho después).

Pero asoman crispaciones. Mítines en la plaza Vigón, frente al Casino.  Esperanzas, quizás utopías. Bronquedad y amenazas. Y la guerra. Zumbidos ominosos de aviones, bombas. Los niños jugábamos, imitando a ser combatientes, quizás más agresivos que heroicos. Recuerdo unos “cañones”, piezas pesadas, que eran estiragomas gruesos, de neumáticos, con los que disparábamos piedras no pequeñas (algún descalabrado hubo). Aprendí la palabra “refugiados” por la llegada a Colunga, desde el Oviedo cercado, de unos pocos niños, creo que sin sus padres. Me conmovió que uno de ellos, ciego, me reconociera rápidamente por la voz. Algunos huevos recolectados, algunas tortillas compartidas, desentendidos de la guerra.

Colunga fue, por años, en la memoria agridulce, este clima, sombrío, juguetón y tierno, a la vez. Después, avanzado el 37, todo precipita: Gijón. Y un barco carguero inglés –los refugiados esta vez éramos nosotros-. Y Francia.  Y América. El abuelo Gregorio, que siempre había soñado viajar, lo hizo ahora, cabeza de un grupo familiar de diez –cinco niños-, no como hubiera querido. Sin embargo, cruzando el Atlántico, y el Pacífico después, era un capitán-guía, maravillado y maravillador.

Nuestro padre, combatiente improvisado, disgregado el batallón, se queda solitario, no quiere irse por fidelidad romántica. Escondite.  Delación. Cárcel. Muerte a fusil, ya acabada la guerra. Nosotros, en Chile, aborrecimos a España. Y a Colunga. Olvido deliberado. ¿Olvido?

 

Segundo movimiento: Largo (un adagio despacioso).

“Trasterrados”: es la palabra que José Gaos creyó más significativa que desterrados. Porque no es sólo dejar la tierra-patria, sino llegar a otra y ser de ella, hacer de ella una nueva tierra-patria. Trasterrados en Chile.  La adolescencia asombrada: deslumbramiento, inseguridad inicial. Otra gente, otras costumbres. Nuevas, cautelosas amistades.  Hasta la lengua, este castellano común, suena distinta.  Otro talante cultural. Extraños sólo al principio. Chile es hospitalario. Sobre todo, tras la guerra, la paz. Un aire social abierto, limpio, liberador.

¿Colunga? Tan lejos en el ánimo dolido. Decisión tácita de olvidar. No obstante, en el microclima de la vida familiar recoleta, nostalgia: de cosas, de cantos, de comidas, de anécdotas, de rincones. De algunas personas, pocas.

Pero Chile va ganando. Nos vamos integrando en el tejido convivencial.  Primero el colegio -¡de frailes!-, la universidad luego, y el trabajo.  Afectos, amistades, amores. Y la historia y la geografía de este país –y de América- van siendo nuestras. Vamos siendo de aquí.   Vamos construyendo nuevas familias -¡oh, sí!, seductoras mujeres chilenas- e hijos. La razón de vivir va estando aquí, aquí está nuestro prójimo. Para mí, que opté por la educación, mi compromiso vocacional está con los jóvenes chilenos, con las familias chilenas. Cuando hablo de Colunga, de Asturias, de España, hablo de “mi otra tierra”, no de mi otra gente.

Pero, por no sé qué rendijas del corazón –grietas más- Colunga –y Asturias y España- se resiste terca al olvido, morriñosa… La vida cotidiana, el quehacer, la siembra que se intenta, son de aquí, no de allí. El pensamiento es de aquí, y también de allí. El cuerpo está aquí.  El alma está aquí y allí. Y se nutre, aquí y allí, de los músicos, los poetas, los pensadores. Uno va siendo un mestizo cultural.

¿Volver? Ya no a vivir –trasterrados-, sí a andar por allí, a oler la tierra, a respirar el aire, a embeberse en el verde de los montes, a dejarse empapar por esa lluvia lenta, pertinaz, a escuchar los silencios de los campos solitarios. Regresión melancólica a los años primeros, traspasando olvidos y dolores, rabias y cuentas pendientes. ¿Traicionando decisiones, promesas tal vez de nunca más? Volver:  ilusión y miedo. La ilusión, transparente. El miedo, oscuro.

 

Tercer movimiento: Un nuevo Allegro, quizás un Andante cuidadoso, ¿o ansioso?

Han pasado treinta y tantos años. Mucha agua ha corrido bajo los puentes. Muchos acontecimientos en las vidas. De niños a grandes, conciencias adultas, vínculos poderosos, trabajos ojalá fecundos, pertenencias sociales (el lejano idealismo del padre desafía lealtades).  Años americanos. ¿Membranzas cantábricas, porfiadas?

Llegando a Colunga: el corazón apretado, latidos hasta en los dientes, que se aprietan también. En coche por los Llanos, Loreto -¡vete despacio!-, la casa de Correos -¡cállate, corazón!- donde transcurrió nuestra infancia, y la de Ordóñez, donde a veces jugábamos extraños juegos ingleses con Jorgito. Y el Café de la Esquina, y la iglesia –al parecer renovada-, la casa de los Pablos. Al frente, la peluquería donde me cortaba el pelo Hipólito (¿todavía está ahí?). La que no está es la casa-fonda de Gregorio y la Filomena, que fueron a morir a Santiago.  Y la plaza Vigón, y el Casino de los discursos incendiarios, y la botica de frascos morados. ¿Y donde está la Bernarda, mi abuela, que ya no vende fruta ahí, al frente? Oh, imágenes que se vuelven vivas y que, a la vez, duelen porque no es verdad. ¡Qué de emociones, Dios mío! Cómo se agolpan, invaden, acarician, muerden.

Para después dejo la escuela, callada de nuestra algarabía (la mano, el puño más bien, apretado en el pecho, como diría Azorín). Y el Follón, ya no prado, bosque. El cementerio.  La playa y Lastres. Y la pastelería del Portalín, donde ni la Julia ni la Elena me reconocieron cuando pedí un bartolo.

Mi pueblo. Sí, mi pueblo, en el que me sentí forastero y en casa a la vez. Hubiera querido preguntarle al pueblo, no a nadie, si se acordaba de mí: ¿Te acuerdas, Colunga, de ese rapacín, no muy travieso, bastante sosegado, que en tu seno aprendió su nombre, y aprendió sus lazos, y aprendió los nombres de las provincias y los ríos de España (luego aprendería los Valparaísos y los Orinocos)? ¿Te acuerdas de mí, Colunga, y me perdonas y entiendes que quise olvidarte y hasta te aborrecí? Pero tú sabes que no era contigo, calles, casas, plazas, el asunto pendiente. Y debo reconocerte que en tus campos y en tus tardes, en tus verbenas y en tus silencios de invierno, en tu escuela y en tu mi casa, aprendí a soñar.

Y las veces que he vuelto a Colunga, siempre un poco forastero, he refrescado el alma, he revivificado la fe en la vida, he reacariciado los sueños.

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